Cultura

El mundo infinitamente verde del músico Luis Muñoz

El músico costarricense Luis Pelín Muñoz emigró hace 49 años a Estados Unidos. A raíz de una visita al país el año pasado, este Semanario conversó con él sobre cómo vive su identidad tica, el jazz y la creación y producción discográfica, entre otros temas. En mayo de 2023 dará tres conciertos, dos en el Teatro Eugene O’Neill.

El músico costarricense Luis Pelín Muñoz es tico, pero ciudadano del universo; compone “jazz”, pero en realidad no; escucha de todo y nada cuando se trata de su música favorita; y camina larguísimas distancias para meditar sobre las ciudades que recorre, como San José.

Esta ambivalencia —o dualidad como la llama él— caracteriza la visión y práctica de su identidad personal y musical, que son una y la misma, y muchas.

“Ciudad transformada en un río de espejismos dice adiós”. A esa San José adora Muñoz, para quien el afecto es también dual, ya que enriquece la posibilidad de vivir ambos extremos de manera constante. (Foto: Holly Muñoz)

En noviembre del 2022, Muñoz vino por unas pocas semanas a Costa Rica para gestionar asuntos personales. En esos días le surgió la oferta de dar tres conciertos en mayo de este año, dos en el Teatro Eugene O’Neill y uno en Jazz Café Escazú, que fueron confirmados recientemente por el jazzero.

Para conocer más sobre Luis Muñoz siga este enlace: www.luismunoz.net

En esos días también, en un restaurante de comida vegetariana en Barrio La Soledad, este Semanario conversó largo y tendido con él. A la cita llegó agitado, con la camisa sudada y con hambre.

Había atravesado a pie la ciudad desde Rohmoser para llegar a la entrevista y almorzar, pero también para vivir la experiencia de las calles ruidosas, las aceras sucias y los edificios desiguales y feos de la capital.

Recuerda una vez, en 2006, que se sintió feliz cuando transitó por San José; sin embargo, confiesa que “por alguna razón mi atención terminó concentrándose en lo no muy positivo del ambiente”.

Algo similar le sucedió en una visita posterior a Chepe centro en 2009. Fruto de la experiencia produjo el disco Invisibles en 2010.

“Caminando en frente del Hospital de Niños me encontré con un montón de gente enferma, que había sido sacada del hospital y estaba ahí en la acera echada, con vendas y ensangrentada. La gente pasaba literalmente por encima de los enfermos como si fueran invisibles, invisibles porque nadie los quería ver. Eso me parece que ocurre aún más en la actualidad”.

Muñoz no se dice poeta, pero escribe con mirada lírica, y luego de ese golpe duro de realidad plasmó de manera espontánea y en diez minutos los siguientes versos:

Mirada breve

Hoy  / me visita un ayer / de horizontes vacíos / y de efigies de oropel / de poemas en fuga / que cansados / descenderán / a morir / sobre mi piel / y hoy / un rocío sutil / lágrima de fantasmas celestiales / limpia el gris / de la mirada breve / de la sangre / y de la sed / de un lugar / que ya no es / hoy / mi encantada ciudad / transformada en un río / de espejismos / dice adiós / Y un Morfeo en silencio / alimenta su jardín / donde el sol / renacerá.

“Ciudad transformada en un río de espejismos dice adiós”. A esa San José adora Muñoz,  para quien el afecto es también dual, ya que enriquece la posibilidad de vivir ambos extremos de manera constante.

¿Vos te fuiste de acá cuandó tenías qué edad?

—(…) tenía 19 años.

Estabas dejando la adolescencia.

—Me fui en el 74 y regresé un par de años después, luego en el 80 toqué en el Teatro Nacional y de ahí pasó bastante tiempo —diría una docena de años—, y cada vez se hizo menos constante la visita, pero yo le digo lo mismo a todo mundo: me fui de Costa Rica, pero Costa Rica nunca se ha ido de mí.

¿Cómo es esa sensación de que Costa Rica está en vos?, ¿cómo se concreta?

—Costa Rica para mí es el verde. Recordemos que yo crecí en Barrio Escalante en una época en que mi casa estaba totalmente rodeada de cafetales. Eso me marcó indeleblemente; me acuerdo de la flor del cafeto cuando estaba blanca, el café cuando estaba maduro, ese rojo por todo lado, mis gatos trayendo arañas y culebras, pajaritos, los abejones a montones que venían, los pájaros bobos y el verde profundo. Yo escribí una composición que se llama “Verde mundo infinito”… siempre que vengo aquí es algo chocante porque bueno, yo viví en California, que es un desierto, durante 48 años, y ahora vivo en Arizona, que también es un desierto, y ese verde no existe. Si yo pienso en mi Costa Rica de la infancia, además de las amistades y del calor humano, es ese verde mundo infinito que cargo conmigo todo el tiempo, y aún es una fuente de gran alegría para mí, de gran paz, en donde me pierdo, de vez en cuando pienso en ello y a la que regreso.

El cambio del mundo analógico hacia el virtual, especialmente como compositor y baterista, para Muñoz no ha sido sustancial. (Foto: Bob Barry)

A pesar de que son casi 50 años de haberte ido y de haber regresado en tan pocas ocasiones, el acento “tico” lo conservás en una buena medida, eso habla de ese hilito que te amarra a Costa Rica.

—Yo creo que la sensibilidad de ser artista me hizo aferrarme a ese presente durante esos 19 años en Costa Rica muy intensamente, me hizo aferrarme a ello como fuente de inspiración, de estar observando, sintiendo. Vivimos de nuestros sentimientos, vivimos del alma…¡diay!

¡Diay! Usás el diay.

—Eso no se va. Te digo una cosa que a veces suena un poco extraña porque tiene como un toque negativo si eso es lo que quieren ver en mi palabra: yo no me considero costarricense, ni estadounidense, sino un ciudadano del universo. Pero está esa semilla, yo nací en Costa Rica, y esa semilla es parte imborrable de mi ADN.

¿Cuáles son tus orígenes musicales? Yo te conocí como flautista;  me acuerdo de vos, un muchacho larguirucho tocando la flauta, participando del proyecto y álbum Compadre de Álvaro Fernandez. Yo era una niña de diez años que te miraba hacia arriba.

—En parte es genético: mi papá tuvo una docena de hermanos y hermanas y cada uno tocaba un instrumento y los domingos, después de la misa, se reunían a tocar música. Mi abuela era compositora. Mi padre se llamaba Julio Muñoz Fonseca y se supone que don Julio Fonseca fue parte de nuestra familia. Además en mi casa se oía montones de música, desde tango y la música del altiplano, hasta la música cubana, Agustín Lara, Los Panchos, Bob Dylan, Jimi Hendrix, The Beatles, The Rolling Stones, y por supuesto la música clásica: los cantos gregorianos, Schoenberg, Stravinsky, pasando por Bach y Chopin. Mi papá lloraba cuando escuchaba a Ravel o Debussy. Luego me empecé a desarrollar como rocanrolero, con la banda Los King Kats en el Barrio Escalante, con amiguillos del vecindario, y otros grupos como La Izquierda Erótica. Es que había un ambiente extraordinario de rock and roll en Costa Rica en los sesentas. Esto lo he dicho varias veces: mucha gente piensa que el rock and roll en Costa Rica empezó en los ochentas…

Con José Capmany.

—Exactamente, él era un carajillo cuando el rock explosionó en Costa Rica. Yo me acuerdo de tocar en el cine Capri, en el cine Moravia, en la plaza de toros de Zapote, en la plaza de toros de Bonanza, en el estadio de Heredia, en el Centro Cultural Costarricense Norteamericano, frente a miles de personas en un ambiente muy hermoso. Continué con el rock hasta que un amigo de mi hermano Julio —que en paz descanse— se vino en un microbús Volkswagen desde Boston hasta Costa Rica para llegar a Tierra del Fuego, pero el Tapón del Darién le impidió continuar…

Lo “taponeó”.

—Exactamente (risas). Dejó el carro ahí, me dio las llaves y me dijo “ahí hay un tesoro para vos, cuando tengás chance metete en eso” y era una colección enorme, hermosa, de lo mejor del jazz: John Coltrane, Thelonius Monk, Miles Davis… todo ahí a mí alcance, y entonces fue una sumergida total y me convertí en un jazzero.

En esos primeros años de tu vida jazzística ¿qué hacías? ¿tocabas flauta, standards?

—Sí, toqué batería, por ejemplo, con el Pibe Hine como cinco o seis meses. Matábamos chivos para ganarnos la vida en La Avispa, en el Hotel Costa Rica, en Cartago. Pero yo decidí irme a Estados Unidos en el 74 y empecé a tomarlo muy en serio por dos razones hermosas, lo más bello que me ha pasado, diría yo, que fue —no necesariamente en ese orden—: la música y el amor. Me enamoré de una chiquilla y me interesé en el idioma musical, quise explorarlo, sumergirme de lleno en él, entenderlo, aprenderlo y lo dejé todo. Ahora soy un compositor, supuestamente, de jazz. Eso es un poco raro para mí, podríamos hablarlo más adelante. Esa chiquilla —Holly— es mi esposa todavía.

Nuestra generación vivió la transición hacia la revolución tecnológica de la información y la comunicación. Esto permitió la apertura y el conocimiento de la música del mundo. Esa revolución le abrió al mundo musical un sin fin de posibilidades en la experimentación entre géneros. ¿Podríamos decir que vos en jazz sos como un gender fluid?

—Eso es lo maravilloso de ser un compositor en este momento. En referencia a lo que estabas diciendo de la tecnología, no digamos para aprender un instrumento, en aquellos tiempos era escuchar una canción en un acetato o un cassette y tratar de tocarla aunque no supieras cómo. Ahora hay videos, tutoriales y libros de cómo tocar la batería, por ejemplo.

 Vivíamos en un mundo analógico y ahora digital y virtual. Hace 50 años rayabas el disco de tanto escucharlo, ahora podés grabar una pieza en sesiones virtuales en que los músicos están en sus casas, en sus estudios. Retomando eso de que no sabés si componés y tocás jazz, ¿cómo te influyó esa apertura?

—Hay una problemática con aquellos que son los creadores del lenguaje musical que se llama jazz. Los pioneros de esa música como Dizzie Gillespie y John Coltrane, Miles Davis, no le llamaban jazz. Los afroamericanos, los artistas del jazz, le llaman muy a menudo la música clásica negra norteamericana. Ellos consideran que es la música clásica de ellos y que el jazz fue algo creado por la industria para definirlo y comercializarlo. Ese proceso de pasar por esos dos mundos, especialmente como compositor y baterista, no ha cambiado mucho. Yo diría que la voz y el tambor son, probablemente, los primeros instrumentos que existieron —no lo he estudiado a fondo, pero me imagino que debe ser así—. Para un compositor, conforme las barreras se van desapareciendo y el mundo se va encogiendo, y las posibilidades van surgiendo, es maravilloso porque podemos escuchar toda la música del mundo y no hay limitaciones. Entonces con eso en mente, tengo toda esa paleta de pinturas frente a mí y lo paso por el filtro personal. Es un mundo extraordinariamente extenso y agarro cosas de Costa Rica, del jazz, de África —de donde viene todo—.

Nuestra marimba, que viene de ahí, es un elemento idiosincrático. Revisando tu discografía tenés una variedad muy rica de álbumes en distintos géneros, con un marcado acento colaborativo.

—Yo estudié en el Conservatorio de la Universidad de Costa Rica un par de años y después me fui a Estados Unidos y estudié en la Universidad de Santa Bárbara, con el gran compositor inglés Peter Racine Fricker. Estudié composición musical y orquestación y nos enseñaban el mundo de la música clásica. También tengo la escuela del rock and roll, el jazz.

De la cancionística latinoamericana, del bolero.

—Claro, yo me iba todos los años con mis papás a Puntarenas y nos quedábamos en un hotelillo a la par de Los Baños; y ahí —no sé por qué lo hacían— ponían La Virgen Negra un montón de veces y a Agustín Lara, y eso se le queda a uno. También iba a bailar y a escuchar al Gran Combo. Es maravilloso porque hay mucho de donde agarrar.

¿Y cómo producís tus álbumes?

—Es un trabajo y soy muy disciplinado: me despierto a las 5 de la mañana, veo la salida de sol todas las mañanas y camino un par de millas. Me voy a la casa. Me baño, me hago un batido verde y me siento en el piano. No soy un gran pianista, pero conozco el instrumento lo suficiente como para componer la armonía y todo eso. Eso es de lunes a viernes, pero incluso trabajo los domingos si me dan ganas. Esa campanita de inspiración suena sólo por un momento, es como una chispa que lo alumbra a uno por un instante . Eventualmente desarrollo todas las ideas que provienen de ese corto encuentro con la musa, por medio de un proceso más matemático y teórico, hasta construir forma, instrumentación, arreglo, etc. Pero lo más jodido es la inspiración. Antes tenía un libro en la mesa de noche con un lápiz, por si soñaba con música, ahora grabo en el teléfono. Así he sacado una decena de discos de música propia en los Estados Unidos, en un principio con el sello disquero Fahrenheit Jazz Records y luego por medio de Pelín Music, que es mi compañía disquera, porque ganás mucho más dinero haciendo vos solo la grabación. Es difícil, principalmente por la necesidad de convencer a los mejores músicos en tu mundillo de que dediquen su vida a mi música, porque ellos escriben también y se preguntarán por qué deben dedicarle un montón de horas a mi música. A mí no me cuesta escribir, lo adoro. Durante la pandemia escribí 31 composiciones nuevas mientras tuve que pasar también por el cáncer. Debido a esta tecnología de la cual hemos estado hablando logré escribirlas, arreglarlas, grabarlas, mezclarlas y masterizarlas.

¿Los has hecho todos vos o mediante colaboraciones?

—No. Hay un estudio pequeño de un ingeniero de sonido con quien he trabajado desde 2015. Voy a producir un CD Box, con toda mi discografía completa que incluirá tres discos inéditos, más los 10 discos anteriores que he producido, y un folleto con letras, poemas, fotografía, créditos. Un total de 13 CDs en una caja para 250 o 300 seguidores, esa gente que me ha dado muchísimo apoyo a lo largo de mi carrera.

¿Si vos querés sentirte en casa, metafóricamente hablando, qué música escuchás?

—Escucho literalmente de todo y nada. Tengo un período de tiempo dividido en un año, en el cual escribo, grabo, produzco y toco en vivo. La época en que escribo no escucho absolutamente nada.

No querés contaminarte…

—Exactamente. Durante la producción a veces sí escucho música, porque hago comparaciones en cuanto a calidad de sonido y para ecualizar, por ejemplo; es decir, es por una cuestión técnica. Cuando quiero alimentar el alma con la música escucho de todo; aunque tengo mi favoritos, por supuesto, y en muchos estilos. Soy amante de una melodía hermosa de Chopin, Debussy y Ravel, o en WhatsApp participo en un grupo de ‘majes’ rockeros costarricenses al que me invitaron, y nos juntamos una vez a la semana para escuchar lo que se proponga. Me encantan The Beatles, Led Zeppelin, King Crimson, y por otro lado escucho a Mercedes Sosa, Fito Páez y Spinetta, Youssuo N’Dour, entre otros africanos, por la cosa rítmica, y el jazz tradicional.

¿Cuál es el grupo de jazz que más te gusta?

—Me gusta mucho Snarky Puppy… es un grupazo.

Para mí tiene esa misma vibra de Weather Report.

—Totalmente, las estructuras armónicas, las ideas, la orquestación.

Escuché a Michael League decir en una entrevista que él no compone ni toca jazz, a propósito de lo que vos decías hace un rato…

—Es que es una mezcolanza de todo.

Entonces, no es que vos te sentís triste y escuchás algo específico…

—No, ni deprimido ni feliz de la vida. Lo importante de la música no son las melodías ni los acordes, es el ambiente abstracto y emotivo que se crea con ella, el mundo que crea, el mood, el espíritu de la canción creado por un cierto sonido. Últimamente no estoy escuchando mucho, estoy un poco aislado del mundo externo y estoy viendo hacia adentro. Ahí está la clave, llegar a conocerse lo más claramente a uno mismo y tener la conexión más directa a tus emociones y a tu alma, para luego tirarlo hacia afuera; pero si no te conocés y no sabés de qué estás hecho, qué sentís, no podés descifrar ese mundo interno, ni tampoco el de afuera.

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