La inmediatez plantea nuevas reglas para el periodismo de hoy, no obstante, la eliminación de la figura del editor y el corrector lo que hace es volver más frágil y pobre la calidad de la información que el lector recibe.
Con el advenimiento de Internet y la explosión de los medios digitales, los periódicos y revistas comenzaron a prescindir de sus equipos de editores y correctores de estilo, y las consecuencias de esa decisión son cada vez más evidentes, ante las abrumadoras pruebas de textos confusos, llenos de horrores ortográficos, y, sobre todo, faltos de precisión y claridad. Un modelo que atenta contra su fin último, que es la comunicación.
En junio de 2017, The New York Times, uno de los periódicos más importantes del mundo, anunció que despedía a un numeroso equipo de editores –según algunas fuentes más de 100 editores—para contratar a más periodistas, y responder así a las exigencias que le planteaba la competencia, en especial The Washington Post.
Si esas son las señales de un gigante como La Dama Gris, como también se le conoce al diario newyorkino, lo que sucede en los distintos medios despierta todas las alarmas.
La situación apuntada sería solo una anécdota si los periodistas, que hoy más que nunca tienen que trabajar contra las exigencias del tiempo, estuvieran mejor preparados que ayer.
Las evidencias apuntan a que eso no sucede y basta con hacer un ejercicio de lectura cuidadosa por los principales medios periodísticos internacionales escritos en castellano, para corroborar que la situación es alarmante.
Así, por ejemplo, El País, de España, considerado por muchos expertos como el medio en
español de mayor relevancia y rigurosidad periodística en el ámbito hispano, es posible toparse con un titular en el que “alago” se escribe sin h y pasan horas y horas sin que ningún editor detecte el error, lo que es una muestra de que la extinción de los buenos editores y de los correctores de estilo lleva a un túnel sin salida.
En otro ejemplo tomado de dicho medio, en una carta al director, el 9 de julio de 2014, Venancio Rodríguez Sanz, en un escrito titulado “Tertulias literarias y educación”, expresa:
“Siempre es mejor la crítica constructiva de alguien que entiende, aunque sea negativa que el alago fácil de alguien que tiene miedo a corregirte porque podrías tomártelo a mal o la lisonja por compasión”.
Si bien este texto no procede de un periodista, sí se publicó en un medio de comunicación y debió pasar, se supone, por las manos de un editor y de un corrector de estilo, y a ambos se le fue el “gazapo” como en algunos lugares le llaman a los errores ortográficos.
Si se detienen un instante en el párrafo citado, en él no solo hay un gran horror ortográfico, sino que también tiene serias deficiencias de puntuación y de sintaxis.
Si ello pasa en los grandes medios como El País, cuyo Manual de Estilo, escrito por Alex Grijelmo, fue por muchos años referencia y espejo del buen hacer periodístico, ¿qué está sucediendo en medios con menos recursos económicos, intelectuales y éticos?
La respuesta es sencilla, con solo hacer una breve visita a distintos medios de prensa con ediciones digitales. Lo que encontrará quien haga un recorrido como el que se propone, se puede resumir en pocas palabras: hay una amenaza de desastre.
Existen, no obstante, las excepciones del caso; es decir, de medios que todavía apuestan por ofrecer a sus lectores textos que respondan a un mínimo de corrección.
ENTRE SOMBRAS
¿Por qué si hoy se ha de escribir casi en tiempo real se busca prescindir de los editores y los correctores?
Al parecer la inmediatez arrasa con todo. La situación ya no solo tiene relación con el cómo sino con el fondo, etapa en la que los buenos editores hacían valer su competencia para que el texto periodístico final contribuyera con la tarea de informar y a la vez de educar, que es otra de las prerrogativas con las que, se supone, deben cumplir los medios en una sociedad en la que tienen todavía un inmenso poder de convocatoria, pese al surgimiento de las redes sociales.
Mauricio Meléndez, corrector de estilo con una amplia experiencia en periódicos como La Nación y El Financiero, donde trabaja en la actualidad, lamenta que a partir de los años 90 en los distintos medios se optara por disminuir de forma drástica los departamentos de corrección y estilo.
“La importancia de los editores y de los correctores de estilo es fundamental, porque precisamente una de las funciones de los medios de prensa es la de educar.
Lamentablemente, a partir de la década de los años noventa, se le restó importancia a los correctores y los medios disminuyeron de forma drástica esos departamentos”.
Para Meléndez, se dio un problema, porque en un momento dado se le empezó a dar más importancia a la edición periodística que a la filológica, y una no sustituye a la otra, sino que se complementan.
“Por más buen editor que sea un periodista, su formación no es necesariamente la de un filólogo, aunque por supuesto hay excepciones, y hay algunos editores que son muy buenos también en el campo nuestro”.
Esa labor de complemento lo que facilita es que al lector le lleguen los textos “lo más limpios posible, y que respondan a lo que establece la normativa de la lengua, siempre y cuando esas normas no atenten contra la idiosincrasia del idioma local, porque no se trata de que debe ser de una manera, solo porque la Academia de la Lengua lo dice. Por lo menos así hago yo la corrección”.
Meléndez, quien además es genealogista y ha dedicado muchos años a trabajar en medios, expresó que la falta de la corrección filológica se nota tanto en los medios periodísticos como en las agencias de publicidad.
“En los medios de prensa y en las agencias de publicidad los filólogos brillan por su ausencia. Incluso el mercado de los filólogos disminuyó mucho. Entonces, usted se encuentra con anuncios y textos periodísticos de muy mala calidad. Todo depende, por supuesto, del medio.
Agregó que algunos medios importantes del país todavía conservan la figura del corrector y del editor, pero no como en un pasado, en el que existieron verdaderos equipos destinados a mejorar la calidad de los textos que se publicaban.
UNA LABOR ESENCIAL
Los medios, acorralados por los drásticos cambios impulsados por Internet y la necesidad de responder en tiempo real con sus noticias, así como por el impacto económico que ha supuesto el nuevo contexto de la comunicación, han ido prescindiendo de los editores y los correctores, cuando la tendencia debería ser a la inversa, precisamente para minimizar los yerros en la inmediatez.
Al respecto, Manuel Bermúdez, editor durante 25 años de los suplementos culturales Forja y Libros, en UNIVERSIDAD, considera que la figura del editor resulta hoy más imprescindible que nunca, contrario a lo que marcan las tendencias.
“En el cuerpo de una sala de redacción de un periódico, la función del editor es esencial.
La importancia de esa labor repercute en, al menos, dos áreas: los redactores o periodistas que investigan y redactan la información, y los lectores que la reciben. El editor tiene una visión de conjunto y realiza su trabajo a partir del estilo y lineamientos definidos por el medio”.
En el caso del editor periodístico, agrega, debe atender un punto clave en el andamiaje del texto: su capacidad para comunicar: “No solo se trata de vigilar la corrección filológica del texto, sino su eficacia. El editor no solo limpia el texto de posibles errores estructurales, sino que busca facilitar su lectura y comprensión”.
Si bien Bermúdez deslinda con claridad las funciones del editor y el corrector, el primero debe necesariamente tener un excelente manejo del idioma, no solo para ‘vigilar’ la parte filológica, sino que también para atender lo más trascedente del texto periodístico, que es su obligación de comunicar con precisión, claridad y concisión.
“Vaya derecho a las cosas” era el consejo que solía dar Baltasar Gracián cuando le preguntaban sobre cuál era la mejor manera de escribir. Esa prosa precisa y transparente fue la que Ernest Hemingway trasladó del periodismo a sus cuentos y novelas, y lo que a la postre le permitió brillar con un estilo imitado hasta la saciedad por sus múltiples seguidores.
“En una sala de redacción, el editor es un periodista avezado que conoce el idioma, pero también la ética y los objetivos de la profesión”, puntualizó Bermúdez.
Para ayudar en el ámbito de edición, en años pasados fueron útiles y estuvieron de moda los manuales de estilo, entre los que sobresalía el de El País de España, preparado por el periodista y estudioso del idioma Alex Grijelmo, autor de libros como El estilo del periodista, Defensa apasionada del idioma y La Gramática descomplicada, entre otros.
“Los periódicos definen un estilo, en su manual de estilo, es decir, una forma de redactar las informaciones y presentarlas, de acuerdo con los intereses definidos por el medio.
Por otro lado, el trabajo del editor también se dirige a los redactores con quienes, en lo posible, comenta y discute las correcciones”.
Grijelmo, precisamente, citaba a Gabriel García Márquez, para indicar que todo texto, sin excepción alguna, es susceptible de ser mejorado. No importa que detrás esté la firma de un Premio Nobel, como el caso del propio autor de Cien años de soledad, o su antagonista político Mario Vargas Llosa, de quienes, por cierto, exhibe reiterados errores en textos de estos autores publicados en periódicos, y analizados en El estilo del periodista.
“En muchos casos, sobre todo tratándose de reportajes o texto extensos, los trabajos se devuelven a los redactores con las correcciones para ser mejorados. El editor detecta si faltan fuentes, si se puede ampliar o mejorar, a la vez que, en el caso de los redactores más jóvenes, cumple una función de apoyo en su formación”.
Respecto de este detalle mencionado por Bermúdez, en relación con la formación de los jóvenes reporteros, quienes muchas veces no admiten que sus textos sean corregidos por tener la falsa idea de que tal y como los redactaron están perfectos, conviene citarles la experiencia del propio García Márquez con Clemente Manuel Zabala, el editor de El Universal de Cartagena de Indias.
La historia, muchas veces contada por García Márquez, pero recogida de manera esplendorosa por Jorge García Usta en Cómo aprendió a escribir García Márquez, refiere que Zavala solía devolverle al joven periodista las notas llenas de correcciones hechas con el famoso lápiz rojo.
A tal punto llegan las correcciones de todo tipo, que García Márquez, con su habitual inclinación por la hipérbole, llegó a contar que todo el texto le era devuelto con anotaciones en rojo.
“García Márquez siempre recordaba con agradecimiento las implacables correcciones que hacía a sus textos Clemente Manuel Zabala en sus inicios en el diario El Universal, de Cartagena”, recordó Bermúdez, quien tuvo la oportunidad de participar en un taller dirigido por el Nobel colombiano, que en ese entonces les entregó los originales de Noticia de un secuestro para que los vieran y, si era el caso, hicieran sus aportes y correcciones.
Ya, prácticamente, no hay editores legendarios como Zavala, quien además era un hombre de una honda cultura y de un altísimo conocimiento de la literatura de su tiempo, pero la figura del editor cumple siempre con una tarea determinante, como lo sostiene Bermúdez.
“Pese a su labor fundamental en un periódico o en las agencias de noticias, al editor se le
reconoce poco porque es un trabajo a la sombra, no firma las notas y generalmente tampoco reportea, por lo cual su trabajo está, reitero, en la sombra, diseñando, reforzando e incluso sosteniendo los andamios que soportan una publicación”.
UN CASO EXCEPCIONAL
The New Yorker, fundada en 1925, es una revista de cultura y análisis en la que, contrario a lo que sucede hoy en la mayoría de los medios, la corrección es un asunto de “Estado”.
Una de sus estrellas en este campo es Mary Norris, autora del libro Entre usted y yo. Confesiones de la reina de la coma.
Para Norris, la forma en que se edita y corrige en The New Yorker tiene una relación directa con el estilo cultivado durante 97 años por la revista.
“La edición es el arte de ser invisible” asegura Norris, y el trabajo del corrector es hacer que “el redactor brille en todo su esplendor”.
La correctora, famosa en la revista por su severidad y, a la vez, por disfrutar de un alto sentido del humor, asegura que cuando sale un error en The New Yorker los lectores son implacables, y que los malos por antonomasia son siempre los correctores, a quienes les endilgan el deber de evitar las incorrecciones en el texto.
En la famosa revista, por la que han pasado firmas de la talla de Truman Capote –quien justamente publicó en ella A sangre fría, en 1966, que narra la historia de cómo y por qué fue asesinada la familia Holcomb, en Kansas–, una coma o una diéresis pueden ser asunto del más alto nivel, porque el compromiso con el lector es total: a él debe llegar un texto limpio y trabajado, como se lo merece.
“He pasado los últimos 38 años tratando de ser invisible. Soy correctora de estilo. Trabajo en The New Yorker y ser correctora de estilo en The New Yorker es como ser un jugador estrella en un equipo de béisbol en las Grandes Ligas. El más ínfimo movimiento es captado por los críticos. Dios no permita que cometa un error”: así comienza una de sus famosas conferencias dadas en la iniciativa Tecnología, Entretenimiento y Diseño (TED).
En dicha publicación, además, existe la figura del verificador de fuentes, que hurga, consulta, pregunta y cuestiona al autor de un reportaje o crónica sobre los más pequeños detalles, con el fin de minimizar al máximo los errores.
MÁXIMA OLVIDADA
Una de las viejas máximas del periodismo y que se transmitía de editores a reporteros era que este, precisamente, se convertía en su primer y mejor editor. Es decir, que antes de que enviara la nota debería leerla las veces que fuera necesaria y a su vez editarla, para que la pieza llegara a manos del editor lo más limpia posible.
Este principio que funciona a las mil maravillas, encierra en sí un desafío similar al que Jorge Luis Borges planteaba en su ensayo “El libro” respecto de la lectura.
“Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído”.
Es decir, el periodista debe estar en condiciones de autoeditarse y para hacerlo requiere del conocimiento del idioma, de una cultura que ha de ir acrecentando en un en continuo proceso, ha de tener el discernimiento que da el oficio para agregar, quitar o incluso volver a empezar si es necesario.
Hoy, con los editores reducidos y los correctores en vías de extinción, el autoeditarse es una alternativa para paliar los constantes y reiterados errores, muchos de los cuales acaban con un texto que en un principio tenía un gran potencial para cautivar al lector con un estilo claro y depurado.
Si se cumpliera con una escritura cuidada y corregida, en vez de que se prosiga por el camino de la muerte silenciosa de editores y correctores, se podría soñar con volver a aquella máxima que con tanta frecuencia invocaba José Martí: “un buen periódico educa, entretiene e informa”.