Cultura

Aprendizajes en el atardecer

El baile de la gacela es una película colmada de certezas: sabe cuáles son su historia y los personajes para contarla, se decide por un tono y es consecuente con este del primero al último minuto.

Eugenio Miranda (interpretado por Marco Antonio Calvo), un chavalo de más o menos 70 años, otrora estrella del Club Sport La Libertad y hoy aprendiz de bailarín. No le quita el ojo a Carmen (Vicky Montero), una mujer de dulce sonrisa y probada destreza para el merengue. La ve todas las semanas, en las clases de baile y en las sesiones de Crepúsculos Dorados, un encuentro semanal de adultos mayores aficionados a los ritmos latinoamericanos.

Lo cierto es que La Gacela, como se le recuerda por su paso por las canchas, no es un apasionado del baile. Lo cierto es que La Gacela no le quita el ojo a Carmen. Es por eso por lo que no desaprovecha la oportunidad que surge cuando ella se queda sin pareja para el concurso “El baile de la canilla”. La señora se muestra escéptica –“Usted no sabe llevar”, le dice–, pero Eugenio encuentra un inesperado aliado en Daniel (Patricio Arenas), el instructor de baile y amigo, casi hermano, de Carmen. Con mucha práctica, piensa este, podrían conformar una buena dupla. Comienza entonces una exigente preparación en la que Eugenio aprende a algo más que a bailar.

Ganadora del Zénit d’or a la mejor primera obra en el reciente Festival des films du monde de Montreal, esta nueva película costarricense, El baile de la gacela, de Iván Porras, llega a las salas de cine el 11 de octubre. Nos cuenta una historia de aprendizaje emocional, narrada con oficio y sencillez, con un protagonista de siete décadas.

Asuntos de método

Para quien escribe estas líneas, la manera “más justa” de abordar un filme es a partir de la identificación de las que parecen ser sus apuestas formales y temáticas. Es a partir de estas que se evalúan los resultados: los aciertos y los fallos, los gestos tímidos u osados, las certezas y las contradicciones, siempre en relación con los que parecen ser los objetivos y las reglas que los creadores se fijaron.

Por supuesto, en la experiencia estética no abunda la justicia: entran en juego preferencias y precondiciones –por no decir prejuicios– que pueden no coincidir con las de los cineastas. También juega un papel el grado de sincronía entre el dónde y el cuándo del estreno del filme y el momento en el que lo vemos, así como nuestra circunstancia emocional e intelectual: no pocas veces topamos con obras que otrora sacudieron a su público, y hoy no nos conmueven en lo más mínimo.

En fin: puede o no entusiasmarnos el tema de El baile de la gacela, convencernos o no los alcances formales de la realización de Iván Porras, o interesarnos o no los personajes que ofrece el guion, también de Porras y del panameño Enrique Pérez Him (también director: Puro Mula, 2011). Sin embargo, no puede negarse que, dentro de los márgenes que parecieron fijarse los creadores, estamos ante una película equilibrada, frecuentemente cálida, en ocasiones hermosa.

El baile de la gacela responde enteramente a los principios del llamado clasicismo cinematográfico, según los cuales toda operación del aparato fílmico y narrativo procura ser sobria y transparente, y se desarrolla en función de un relato y de los efectos (sensaciones, significados) que este persigue. Al contrario de otros filmes costarricenses o latinoamericanos estrenados en los últimos años, la película de Porras no se inclina por los silencios filosóficos o la densidad psicológica; tampoco recurre al tono naturalista ni hace un uso “observacional” de la cámara. Su interés parece ser otro: presentar a unos personajes, compartir sus sueños.

En El baile de la gacela la anécdota está antes que todo, y la puesta en escena se desarrolla en consecuencia: mostrar al público los espacios por los que pasa Eugenio, los detalles que dan cuenta de sus motivos (una mirada anhelante, el ceño fruncido cuando Daniel toca su cadera), la belleza o la energía del baile.

La fotografía de Julio Constantini no se entretiene en lucimientos: es pulcra y gusta, sin sorprender. No hay misterio en la escogencia de los planos, como tampoco lo hay en la edición de Aldo Álvarez Morales.

David Bordwell caracterizó el clasicismo como un cine de lo obvio. El baile de la gacela lo es frecuentemente (… y esto no tiene nada de malo). En su obviedad, la película se permite incluso ser didáctica, y es así como ofrece pasajes en los que la voz en off de Daniel explica diferentes tipos de baile (el merengue, el bolero, el swing criollo).

El guion de Porras y Pérez Him se apega al manual: los personajes tienen motivaciones claras y cumplen roles definidos. ¿Qué buscan? Eugenio quiere acercarse a Carmen, por eso aprende a bailar; Carmen quiere bailar, por eso acepta la proximidad de Eugenio; el deterioro pulmonar impide a Daniel bailar, por eso enseña a otros a hacerlo y entrena a Eugenio y Carmen. Los tres arrastran añejas derrotas, cuentas pendientes consigo mismos; “Todos tenemos una final del 76 en nuestras vidas”, dice Daniel a Eugenio, por si teníamos alguna duda.

Esta construcción de los personajes, directa y transparente, incumbe también a los amigos de La Gacela, Víctor y Alejandro –el primero muy serio y el otro muy pícaro–, interpretados por dos veteranos de la escena costarricense: Mariano González y Álvaro Marenco. Menos solidez posee, en cambio, el único personaje importante con menos de 60 años: Marina (la actriz María José Callejas), la nieta de Eugenio.

El equilibrio entre lo cómico y lo dramático es la regla, y este es roto en muy contadas excepciones por el guion, la puesta en escena o las actuaciones. Los diferentes pasajes que exploran la cotidianidad de los adultos mayores lo hacen siempre en función de los propósitos de la anécdota: reconocer las motivaciones de Eugenio y a donde es llevado por estas; mantener el interés del espectador a partir de calculadas pistas (los medicamentos de Eugenio, las crisis bronquiales de Daniel).

Estampas ticas

El aprendizaje emocional de Eugenio conduce a un cuestionamiento de los estereotipos costarricenses respecto a la masculinidad, así como de la homofobia que los suele acompañar. Al respecto, el filme enuncia una nota optimista respecto a la evolución de las costumbres.

El baile de la gacela da continuidad a varios temas desarrollados anteriormente por el cine nacional. La población de la tercera edad, por supuesto, central ya en A ojos cerrados (2010), de Hernán Jiménez, y Violeta al fin (2017), de Hilda Hidalgo. El baile popular, en torno al cual giraron dos piezas clave en el surgimiento del cine costarricense de las últimas dos décadas: Asesinato en El Meneo (2001), de Óscar Castillo, y el documental Se prohíbe bailar swing (2003), de Gabriela Hernández, así como el más reciente El último comandante (2010), de Vicente Ferraz e Isabel Martínez.

Finalmente, la fotografía de Constantini y, en particular, la dirección artística de Ana Catalina Acuña recuerdan un cuidado comercial televisivo nacional (por ejemplo, cuando es presentada la casa de Eugenio). Este no es un problema, sino un signo de una cierta escuela audiovisual costarricense, que se expresa de manera semejante en cine y en televisión, en materiales publicitarios y de ficción.

El baile de la gacela, el primer largometraje de Porras, después de cortometrajes como Recuerdo prestado (2007), es un relato directo y optimista sobre gente que se enamora, aprende cosas nuevas o ajusta cuentas, porque incluso a los 70 años, como dice un personaje en la primera escena, “la vida continúa”.



El baile de la gacela

Realización: Iván Porras

Guion: Enrique Pérez y Porras

Fotografía: Julio Constantini

Música: Camilo Froideval

Edición: Aldo Álvarez Morales

Con Marco Antonio Calvo, Vicky Montero, Patricio Arenas, María José Callejas, Álvaro Marenco, Mariano González, Arabella Salaverry

Costa Rica, 2018



 

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