Ana Lucía Fonseca es una filósofa, escritora, docente jubilada y graduada de la Universidad de Costa Rica (UCR). Es autora de diversos libros y artículos que tocan temas como la religión, el Estado, el humanismo, la cosmología, neurofilosofía, epistemología, educación y literatura. Esta universitaria por todos los costados ha sido galardonada con el Premio Nacional de Literatura Aquileo J. Echeverría en tres ocasiones, una en la categoría de cuento y dos en categoría de ensayo.
La obra se centra en los refranes como vehículos de carga de la filosofía dentro del saber popular. Fonseca se encarga de analizar las frases que decimos a diario, a veces más por costumbre que por un ejercicio de pensamiento consciente, y nos muestra el significado oculto en estos refranes de antaño.
A Fonseca, la idea de esta obra tiene muchos años de acompañarla. Desde su formación en la UCR, donde empezó a construirse la idea de esta obra, y durante su carrera, mientras adquiría conocimiento que le haría posible llegar a escribir Cosas Veredes. Se fue cocinando lentamente hasta llegar a nacer la idea y convertirse en el Premio Nacional de Literatura Aquileo J. Echeverría 2024.
A continuación un extracto de esta misma entrevista dada a UNIVERSIDAD:
Como autora, ¿cómo describiría usted su obra ganadora: Cosas Veredes (Ensayo sobre dichos, refranes y otras andanzas filosóficas)?
—Bueno, yo fui profesora de filosofía por más de 30 años. Me interesa mucho el saber popular y la obra pretende crear un marco muchísimo más divulgativo, más de comunicación, de grandes problemas filosóficos a través de refranes, por eso el subtítulo del libro, que es sobre refranes, dichos y otras andanzas filosóficas. Entonces, como autora, es una recopilación de muchas cosas que he aprendido a lo largo de todos estos años, pero puestos más en simple, porque la gente de filosofía suele hablar muy complicado y eso no está bien. Yo creo que la filosofía es algo que debe estar al alcance de la mayoría de la gente, no digo que todos, pero sí la mayoría de la gente. Entonces, por ahí va la intención del libro.
Bueno, ahora que dice eso, los refranes son algo que está completamente impregnado por la filosofía; pero, tal vez, esta parte del saber popular y el saber académico y filosófico son dos cosas que están completamente divorciadas, por lo menos en la academia. ¿Cómo fue ese proceso de reconciliar esos conceptos desde su obra?
—Yo no sé si logré reconciliarlos (risas), pero, en todo caso, sí, tal vez acercarlos. Los refranes son parte del saber popular. No son un cuerpo de conocimiento sistemático, ni un cuerpo de conocimiento que procure una prueba, la verdad o la homogeneidad de un pensamiento, no. Incluso, con los refranes acontece que vos podés decir un refrán hoy y enseguida otro, aún cuando sea contradictorio. Por ejemplo, mucha gente dice “Al que madruga Dios lo ayuda” para presionar a la gente a levantarse temprano y correr y hacerlo todo a tiempo. Pero otro refrán que te puedo decir “No por mucho madrugar amanece más temprano”, es decir, la ocasión hace que recurramos a una u otra, entonces no son un cuerpo sistemático, pero sí son atisbos de pensamientos filosóficos muy profundos.
En el libro doy ejemplos de muchos refranes. Por ejemplo, un refrán que es muy citado en Costa Rica tiene una versión, además, muy particular: “El que nació para maceta no pasa del corredor” o “del corredor no pasa.» La gente lo dice para señalar que por más [cosas] que se hagan, ya la suerte está echada cuando vos nacés. No hay nada que cambiar. La libertad es algo marginal. Eso me lleva a pensar en cómo relacionar el problema de la libertad y el determinismo a partir de ese refrán.
Me parece muy interesante eso porque hay muchos refranes que hablan de cosas parecidas, por ejemplo, “Árbol que nace torcido, jamás su tronco endereza”, etc. ¿Usted diría que se podría determinar algunas corrientes filosóficas en el pensamiento popular?
—Se pueden relacionar a partir de este refrán que hay muchas posiciones en filosofía que son más deterministas y otras que le dan más campo a una libertad casi irrestricta. Entonces, es dependiendo de por dónde lo dirijás. Yo no pretendo dar con un sentido único de un refrán. Simplemente lo pongo en cuestión, en relación con los grandes problemas de la filosofía. Ilustrar esos grandes problemas. Creo que, al final de cuentas, pueden ser muchísimo más digeridos y más entendibles si se ven en el sustrato que está presente en los refranes. Esa es la intención, que lo lograre, no sé (risas).
¿Cuál es su refrán favorito y por qué?
—Mi refrán favorito… Tal vez no favorito en el sentido de que sea el que más me guste, sino uno de los que se les puede sacar muchísimo provecho en reflexiones. No solo de filosofía social, sino de ética, de filosofía de la religión, que es un campo que me interesa mucho. Por ejemplo, “No hay mal que por bien no venga”. No es que el refrán da pie al planteamiento filosófico, sino que, por su lado, el planteamiento filosófico llega a unos terrenos a los cuales llegaríamos también a partir del refrán. Porque lo que [el refrán] quiere decir es que el mal tiene un propósito y siempre es el bien. Eso en filosofía tiene un nombre técnico, se llama “teodicea” (…). Es una manera de tratar de legitimar o justificar la providencia divina en función del mal que toda la humanidad padece. Entonces, sacarle provecho a “No hay mal que por bien no venga” a mí me satisfizo mucho a la hora de redactar. Ya te decía, no por ser el preferido, sino por la riqueza que tiene (…). Nos mete en unos berenjenales teológico-filosóficos que la gente no tiene idea cuando lo dice, pero yo quiero que tenga idea. Ojalá alguna persona al leerlo diga, «Mirá, yo no sabía que esto tenía estos alcances”.
Esta es la tercera vez que gana un Premio Nacional de Cultura con una obra suya. Ya ahora, después de varios, ¿qué significa para usted como autora este premio?
—Bueno, yo no escribo para el premio. Yo escribo para que alguien lo lea. Aunque sea alguien, una persona que lo lea, ya con eso me siento muy satisfecha. Que le den un premio [a la obra], me parece que le abre un camino, un espacio hacia la lectura, que es lo que me interesa. Tal vez porque fui profesora por tanto tiempo, a mí me interesaba que me entendieran, explicarme y comunicarme con las personas que estaban ahí sentadas oyéndome. Lo mismo con el libro.
El premio es por muchos años de reflexión, porque no se puede hacer de la noche a la mañana. Cuando me preguntan, “¿Cuánto duró escribiéndolo?” Bueno, [lo escribí] en mi último semestre en la universidad, fue un semestre sabático justo después de la pandemia. Eso fue lo que duré escribiendo, de hecho; pero pensándolo, probablemente muchos años atrás. Desde toda mi vida profesional e incluso como estudiante. Es un saber acumulado. Mi apego por ese texto es que resume en buena parte lo que ha sido mi trayectoria o lo que yo creo que fue mi trayectoria en filosofía. Tal vez esa es la importancia que le doy.
Usted habla de que la idea o la intriga por el tema de los refranes había empezado por una familiar suya que tenía mucho conocimiento de esta tradición. ¿Cómo influyó eso en que usted escribiera la obra?
—Eso se lo debo a quien le dedico el libro. Le decíamos Yayita, no se llamaba así, se llamaba Ada. Ni siquiera era mi familia, pero era como mi abuela. Ella vivió con nosotros más de 25 años, desde que yo tenía 9 o 10 años. Y lo más interesante de ella, aparte de su dulzura y su capacidad de servicio y, bueno, el cariño que inspiraba, era que, como ahí digo en el epílogo, era una enciclopedia en refranes, para todo tenía un refrán. Los usaba prácticamente todos los días en sus labores diarias, cuando nos hacía la comida, cuando hacía el café… Además, si te ponés a ver, los refranes tienen una manera de expresarse, hay que decirlos con gracia. No se puede decir un refrán plano. Ella lo decía con gracia. Esta especie de abuela que tenía… Hay que decir que es mi abuelita porque, aunque no lo fue de sangre, sí lo fue de hecho.