La cumbre por el clima que convoca anualmente Naciones Unidas, COP24, celebrada en diciembre pasado en la ciudad polaca de Katowice, se autoimpuso el objetivo concreto de alcanzar un acuerdo global que establezca las bases para la aplicación del Acuerdo de París. Sin embargo, en ese momento, la realidad imponía un ambiente de preocupación, incertidumbre y cierto pesimismo. Las proyecciones que días atrás presentaron los investigadores del Global Carbon Project apuntaban a un incremento de las emisiones de CO2, del 2,7%, para el año 2018, lo que suponía un nuevo récord en la historia de la humanidad.
Con la severidad de este negativo dato en el ambiente, sobre la mesa de las negociaciones destacaba además el contundente informe científico publicado el pasado mes de octubre por el Panel Internacional de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), que advertía a los Gobiernos que si querían cumplir con la meta del 1,5°C, que señala el Acuerdo de París, debían reducir a la mitad las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero para 2030. Es decir, que los compromisos nacionales de reducción de emisiones, que pasarán a ser vinculantes a partir del 2020, serían claramente insuficientes para alcanzar esta meta.
Fuera de la Cumbre, en las calles francesas, se producían los graves disturbios promovidos por el movimiento denominado “chalecos amarillos”, que estallaron con crudeza como consecuencia de la reacción popular contra el impuesto sobre el diésel. Esta medida se enmarcaba en el contexto de políticas públicas tendentes a la reducción progresiva del consumo de los combustibles fósiles, responsables del calentamiento global. El presidente Macron terminó por claudicar y echó para atrás esta medida antes de fin de año.
El resultado final de la COP24 ofreció, al menos, el producto esperado. Un reglamento técnico que contiene medidas concretas y comunes de transparencia, financiación, adaptación y recortes de emisiones de gases de efecto invernadero para aplicar el Acuerdo de París. Estas son reglas que los países deben seguir para presentar en la decisiva Cumbre del 2020 sus nuevos planes climáticos. Sin embargo, no fue finalmente posible materializarse en la normativa que rodea el Acuerdo de París, los duros recortes de emisiones que reclama el mencionado informe del IPCC. Asunto que demandaron muchas de las partes y que hubiera supuesto un éxito casi completo incluso para los más escépticos.
Hay que recordar, en este sentido, que los acuerdos se toman por unanimidad y que, en este asunto específico, EEUU, Arabia Saudí y Rusia fueron algunos de los países que bloquearon esta última iniciativa políticamente más ambiciosa. Está claro que mientras Donald Trump siga siendo el inquilino de la Casa Blanca va a ser difícil no solo que se alcancen en estas cumbres climáticas acuerdos de recortes de emisiones verdaderamente ambiciosos, tampoco a nivel nacional se implementarán los compromisos adquiridos. Lo demuestra el informe que Germanwatch presentó en Katowice sobre los resultados del índice de desempeño de cambio climático a nivel de país que esta organización alemana publica anualmente. EEUU, el país con mayor nivel de emisiones per capita, alcanza este año un sintomático penúltimo lugar de la lista, con una puntuación de 18,82 frente al primer lugar que ocupa Suecia con 76,28 puntos.
Tras Katowice, para todos los países, incluido EEUU muy a su pesar, quedan menos excusas, a nivel de compromisos normativos adquiridos, para implementar una ruta de transición ecológica eficaz que logre minimizar, más pronto que tarde, la dependencia energética de combustibles fósiles. Cualquier estrategia nacional de transición ecológica, expresada formalmente en su documento de contribuciones previstas y determinadas a nivel nacional, deberá implicar necesariamente políticas y medidas fiscales que incentiven la inversión en energías renovables, el uso del transporte público, la demanda de vehículos eléctricos, y, por el contrario, que graven el consumo de combustibles fósiles, especialmente el diésel.
Estas y otras acciones tendentes a la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero deben ir plenamente integradas en una estrategia política de negociación con los sectores económicos, energéticos o de transporte; así como de información, formación, fortalecimiento de capacidades y educación con los ciudadanos en su conjunto. No solo para evitar el estallido de conflictos sociales, sobre todo, para lograr una participación efectiva y un compromiso universal hacia la descarbonización efectiva, como único medio para minimizar, en todo lo posible, las consecuencias ya inevitables del cambio climático.