Opinión

Espejito espejito

Sabernos finitos, mortales, es sin duda una de las verdades más angustiantes que atraviesa nuestro ser y se posa pesadamente sobre nuestra consciencia.

Sabernos finitos, mortales, es sin duda una de las verdades más angustiantes que atraviesa nuestro ser y se posa pesadamente sobre nuestra consciencia. No es una verdad que asumamos a cada minuto del día, no podríamos, la angustia sería aplastante, paralizante, como sucede penosamente en algunos trastornos mentales, nos eclipsaría y el sinsentido se apoderaría de nuestros días.  Sobre esto, Simone de Beauvoir, en Una muerte muy dulce, y a propósito de la muerte de su madre, nos recuerda que “todos los hombres son mortales: pero para todos los hombres la muerte es un accidente y, aunque la conozca y la acepte, es una violencia indebida.”

Y entonces, ¿cómo afrontamos la injusticia de la existencia de la muerte? Pactamos treguas, con nosotros, con los otros, con la vida: un amor, una promesa, una creación, la procreación, una carrera, una separación, el sexo, la teoría, una religión, un viaje, y así, de a poquitos, como lo hizo ingeniosamente Sherezade, le robamos un amanecer más a la muerte.

Lo contrario de la actitud de Sherezade sería, lo que Fernando Pessoa en su Libro del desasosiego, define como pesimismo: “ser pesimista es tomar cada cosa como algo trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad.”  El pesimismo nos descorazona, nos despoja de la esperanza, de la gratitud, de la risa, y bajo esa desesperación, se abandona la fe y se cambia por la repugnancia.

Sin embargo, nos persigue algo más ominoso que el pesimismo, y es que pareciera que el siglo XXI nos ofrece variadas estrategias para desairar nuestra finitud, en una época en la que la palabra más calumniada es “ilimitado”, no parece que la angustia de la falta aceche tan de cerca, o al menos, con la certeza que posee.  En este delirio de grandeza se plantea con más frecuencia que los límites están ahí para romperse. No, los límites están ahí para cuidarnos de los excesos.

Cerrarnos ante la evidencia de nuestra condición de mortalidad sería la vanidad. No es insólito pensar que vivimos la democratización de la frivolidad, cuando en los medios de comunicación y redes sociales nos tropezamos, con lo que el semiólogo Humberto Eco llamó “la invasión de los idiotas”: nimiedades de cualquier vídeo-aficionado, ríos de opiniones que nadie ha solicitado, actos pseudo-heroicos que están muy lejos del altruismo, y que en muchos de los casos rozan peligrosamente con la insolencia. La tentación de “hacerse viral” es indomable, en un mundo obsesionado por estar online, cualquier oportunidad debe ser aprovechada, protegido por lo que Hannah Arendt definió ya hace mucho tiempo, como la “responsabilidad de nadie”.

Esta otra vía, la de la infatuación con el ser, la de la apología del sí mismo, la del elogio de los superhéroes, que son tan cautivadores porque representan la inmortalidad, la salvación, dan origen a las personalidades narcisísticas, sujetos frágiles y depresivos, carentes de toda empatía, que oscilan fatídicamente entre el amor hacia su propia perfección y el odio por no poseerla. Estos narcisos hipermodernos, son los inquilinos de una época que está atravesada por algo del orden de los excesos, de un borramiento de los límites, cuyo desenlace no es otro sino el horror.

No podemos ceder ante la soberbia, nociva e inepta, hija de la ignorancia, pero no la del iletrado, sino la del cobarde; ese que se vanagloria por su indolencia; ese que necesita ser adulado por todo y por nada; ese que afea nuestra mortalidad, nuestra humanidad.

Retornemos a la humildad. Pisemos firme sobre esa tierra de la cual venimos y hacia la cual vamos.

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