Un grupo de pescadores artesanales de las aguas apacibles de isla Chira ha hecho su tarea y espera los frutos de un proyecto que los conecta con los consumidores finales de la mejor corvina. ¿Cómo hacer sostenible la pesca sostenible? Ese es el reto de un plan innovador que ya da sus primeros pasos.
La panga de Magdaleno apenas se balanceaba sobre la superficie calmada del mar en el lado oeste de isla Chira. Una brisa muy suave venía como del mangle de la playa hacia el golfo de Nicoya, pero casi no movía el agua y casi no refrescaba nada. El motor apagado; el canalete quieto. El silencio tibio permitía escuchar el chasquido de un pez que se acercara a la cuerda, al menos ante el oído veterano de ese hombre menudo capaz de conducirse por estas aguas a puro olfato, si fuera necesario.
Magdaleno del Carmen Fernández, un animal de mar nacido en esta isla y dedicado siempre a pescar en esta área, espera con paciencia. Esto es pesca artesanal y está prohibida para los ansiosos. Él y el resto de pescadores que rondan el “Área Marina de Pesca Responsable” saben que cuánto más se muevan menos éxito tendrán algo para comer o, aún más, para vender. Aquí se prohíben los trasmallos y los barridos; solo un anzuelo flotando con carnada. Es una escena de cacería en un ambiente natural.
[padding type=”medium_right”][quote_colored name=”Randy Siles, Chef del restaurante Trópico Latino” icon_quote=”no”]
Cada vez más la gente está dispuesta a ser parte de esta cadena de sostenibilidad. Me siento en capacidad de decirles quién lo pescó, qué día y cómo lo hizo”.
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La jornada había empezado al amanecer y a las 10 a. m. solo había sacado un bagre, un pez que solo sirve para la cocina cuando no hay otra cosa. Las charritas, como le llaman cariñosamente a las corvinas, andaban de lejitos, quizás escondidas en el fondo, en los bajos, cubriéndose de la marea. Había un silencio sabroso, la certeza de que algo iba a picar, pequeños traqueteos que solo los expertos pueden percibir y relacionar con la presencia cercana de las corvinas.
Y picó. Magdaleno jaló la cuerda con cuidado de no zafarle el anzuelo, tomó el “bichero” (un palo con un pequeño gancho de metal), sacó al pez mediano, le dio tres palmadas en un costado y lo convirtió en pescado, en alimento. Lo acostó sobre una hielera y un rato después se permitió encender el motor para volver a la playa. Otros días la jornada es más larga, pero este viernes hay poca corvina dispuesta a descansar en paz, dijo después Magdaleno. Aquí uno tiene que saber respetar a lo que decida la naturaleza, explicó sonriente; “y ojalá todos lo entendieran”.
El radar instalado en la panga mostraba el retorno a la isla. Un sistema de rastreo y seguimiento de embarcaciones aceptado por decenas de pescadores permite luego saber en qué coordenadas y a qué hora pescó Magdaleno su “charrita” y cuánto tiempo estuvo fondeado pescando con su cuerda, el arte menos dañino para la fauna marina y el equilibrio natural en esta zona de nuestro mar pacífico. El reto es que Magdaleno y sus colegas quieran seguir haciéndolo así y no de otras maneras más rentables pero con impacto negativo en el ecosistema marino. La pregunta es cómo hacer sostenible la pesca sostenible.
Desde esta isla pobre y dependiente de la pesca poco se puede hacer. El producto sostenible suele salir mezclado con otro no sostenible y el precio lo da el mercado, según la temporada y los márgenes de intermediación. Esta “área marina de pesca responsable es una bendición, pero es muy difícil cuidarla porque la tentación es mucha”, diría más tarde Abelardo Brais, un comerciante que compra el producto y financia a los pescadores.
El reto de la Asociación de Pescadores Cuerderos de Palito de Chira es no caer en esa tentación, pero necesitan ayuda. Alguien que les compense lo que dejan de ganar por no arrasar con las especies, alguien que les ayude a optimizar el trabajo para que no todo se vaya en las horas y la paciencia. Alguien que les compre el producto a precio justo y no porque sea “respetuoso con el ambiente”, sino porque la calidad supera en mucho al pescado extraído con métodos masivos, dicen los que saben de cocina. Alguien, claro que esté dispuesto a pagarle al restaurante lo que vale esa corvina fresca, entera, salida de las aguas silenciosas al oeste de Chira.
Se trata de crear una cadena de valor y Magdaleno lo entiende bien. Su conocimiento no se reduce a sacar del agua a los mejores peces. Comprende bien la otra parte del negocio y todo lo que se necesita para evitar convertir esta área en aguas muertas. Él mismo lo explica junto a dos expertos de la organización Conservación Internacional (CI) encargados de promover esa cadena y crear el vínculo necesario entre el pescador y el chef mediante un proyecto que ya se ha probado en Colombia con la creación de una marca. Se llama EcoGourmet y promete construir una cadena de valor que nace aquí mismo, en la lancha Isamar V de registro P 7672 que cada día se balancea suave y silenciosa en mitad de una zona protegida.
Aquí mismo llegó el chef Randy Siles, del restaurante Trópico Latino de Santa Teresa, en Cóbano, en la punta de la península. Podría haberse quedado esperando que le lleven el producto a la puerta de su restaurante, pero sabe que hay ventajas en conectarse con la gente de aquí. “Es extraordinario como ingrediente en alta cocina; es un producto que no esté golpeado, que está fresco y no ha estado sometido a mareas fuertes que les hacen desarrollar músculos que endurecen la carne. Es sabor, es textura y es experiencia, porque cada vez más la gente está dispuesta a ser parte de esta cadena de sostenibilidad. Me siento en capacidad de decirles quién lo pescó, qué día y cómo lo hizo”, aseguró el chef.
La clave está en la trazabilidad, en ese registro que empieza con la señal de satélite emitida desde la lancha de fibra, en un aparato instalado en un borde, al lado del cajón que suelen utilizar para llevar la carnada: sardinitas o trozos de camarón. Un sistema capta la localización y se puede ver desde un monitor en San José, en las oficinas de CI, la organización ejecutora del proyecto que financia la Fundación Costa Rica Estados Unidos para la Cooperación (Crusa). Llevan ya años creando confianza con los pescadores, usualmente tímidos, desconfiados y apegados a sus tradición; ahora trabajan con una red de restaurantes y chefs. El reto es crear la cadena en medio y hacerla funcionar con lógica y logística de mercado. De nuevo: es hacer sostenible la pesca sostenible.
“Es una idea innovadora que permite enlazar a los pescadores con los consumidores. Agrega información para verificar el origen del pescado. Podremos hablar de una relación directa y un estímulo para la pesca sostenible porque le dará un valor adicional. El consumidor recibe un producto de mucha mejor calidad y premia con el precio a esos productores. Para ello existirá un sello EcoGourmet, una marca que lo identifique”, explica Marco Quesada, director de CI en Costa Rica y un enamorado de la isla Chira.
El proyecto tiene todo el sentido en esta isla puntarenense de 43 km2 que ha vivido de la pesca por décadas. La población no llega a las 2.000 personas y casi todos los que viven aquí nacieron aquí, como Magdaleno, aunque otras personas han sabido insertarse en el ecosistema, como Lilliana Martínez, una sancarleña que llegó hace décadas y ahora es la principal dirigente comunal. Ha sido un apoyo para la asociación de cuerderos y ahora trata de impulsar un pequeño hospedaje de ocho habitaciones, quizás el único. Allí se celebró un encuentro de cocineros con pescadores, las dos puntas de la cadena, los dos socios de un negocio bueno para todos, según los cálculos del proyecto de CI.
Ahí llegó Darrell Thomas, el experimentado Chef Ejecutivo de Los Sueños Resort, donde funcionan cinco restaurantes que venden mucho producto marino y donde bien podría colarse el de mejor calidad, el más sano, el de Magdaleno y sus socios. Lo explica de manera casi poética: “la materia prima es la reina en la cocina. Este es un producto no maltratado, no masivo. Si llega en muy buen estado nosotros ganamos con producto lindo”. Así habla mientras imagina una corvina entera a la parrilla para una familia completa o un fantástico sashimi de corvina.
“Aún el cliente no lo valora tanto, pero es algo para mejorar. Será una ventaja poder ofrecerlo en nuestro resort en los 5 restaurantes. Que sea pesca responsable será un placer y una ventaja”, añade. Ese es el punto: que la placidez del momento de la cacería en los paisajes naturales de Chira se traduzca en un valor agregado suficiente para hacer sostenible el arte de la pesca artesanal.
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Recuerdo haber llenado una vez la lancha con cinco quintales de pescado, pero se me hundió de tanto peso. Sacaba tiburón, martillo, tortuga carey… de todo”.
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Lo contrario sería letal para el mar y, por tanto, para el sustento de los chireños en el futuro inmediato. Estas aguas son ricas en especies comestibles, pero no como antes. La pesca intensiva redujo mucho las especies y nada es como antes, recuerda Jorge Medina, un pescador fornido que reconoce haber participado en aquellos años de pesca irresponsable. “Sacábamos mucho y se vendía muy barato. Eso nos hacía sacar más. Recuerdo haber llenado una vez la lancha con cinco quintales de pescado, pero se me hundió de tanto peso. Sacaba tiburón, martillo, tortuga carey… de todo”. Lo contaba mientras pescaba, en voz baja como de arrepentimiento. O quizás era solo que no quería hacer ruido que espantara a las corvinas.
De repente picaba algo. Se tensaba la cuerda y rápido Jorge se preparaba emocionado. Venía ya la corvinita, quizás mediana o de unos 7 kilitos, algo bueno. Siente cómo se hala la cuerda y sabe entonces que no, que es un bagre, un pez feo de hocico obtuso que solo a veces se convierte en alimento para subsistencia. Lo suelta pronto del anzuelo y lo vuelve a tirar al agua. El silencio vuelve a extenderse en la zona de pesca. Al norte se ve una tierra que pertenece a Nandayure, a un lado San Pablo y Puerto Jesús, unos cerros de Nicoya y otras zonas verdes. En medio, un mar de marea suave que choca despacio con el mangle.
Producción realizada por la Fundación Crusa en coordinación con Conservación Internacional.
Entre una lancha y otra los pescadores se hablan con gritos apagados que solo ellos comprenden, algunas señas o la costumbre de moverse en aguas conocidas. Las sienten propias. Sus aguas. Por eso quieren cuidarlas y hacer que todo este silencio tenga sentido, que puedan escucharse el traquear de las corvinas como pequeñas señales vitales, de que un mundo vive bajo la fibra de cada panga. De que podrá seguir alegrándole las mañanas a Magdaleno, a sus 20 colegas, a los chefs y a quienes salivan por un trozo de la carne blanca y suave de las “charritas”.